Cómo The New Yorker ha sobrevivido un siglo sin rendirse a la velocidad, la nostalgia ni las plataformas.
La nueva docuserie de Netflix por el centenario de The New Yorker funciona como homenaje, pero también como radiografía de un modelo de medio que se ha negado a convertirse en souvenir del pasado. En una conversación reciente con Max Tani y Ben Smith en el pódcast Mixed Signals de Semafor, David Remnick, director de The New Yorker desde 1998 y una de las figuras más influyentes del periodismo anglosajón de las últimas décadas, dejó varias pistas sobre cómo entiende el negocio, el oficio y la política en 2025. Más allá de la nostalgia, lo interesante es lo que revela sobre el futuro de las cabeceras “de referencia” en un ecosistema dominado por plataformas, IA y negocio por suscripción.
Este artículo explora qué revela el centenario de The New Yorker sobre el futuro del periodismo: cómo David Remnick transformó su modelo de negocio del anuncio al lector; por qué la revista llegó tarde a lo digital pero mantuvo su identidad; cómo está usando la IA para ganar eficiencia sin perder voz; qué enseña su relación con The Atlantic sobre competir en la era del ciclo infinito; y cómo aborda sus sesgos políticos en tiempos de Trump y Biden. También analizamos el riesgo de convertirse en un museo, el papel del editor en una cultura colaborativa y la tensión entre tradición y adaptación que define a todas las cabeceras que aspiran a sobrevivir. Difícil resumir el papel de Remnick en una revista centenaria.
Del negocio publicitario al lector como fuente principal de ingresos
Remnick admite que cuando llegó a la dirección en 1998 apenas entendía los números: pensaba que The New Yorker ganaba dinero y descubrió que los paréntesis en las tablas significaban pérdidas. Lo que sí vio pronto fue el cambio estructural:
- El gran ciclo de oro de la publicidad impresa se había terminado a finales de los 60.
- La revista seguía anclada en un modelo en el que el lector pagaba poco y el negocio dependía de páginas de anuncios.
La apuesta fue clara: desplazar el centro de gravedad del anuncio al suscriptor. Subir precios, fiar el futuro al vínculo con una comunidad que “se piensa a sí misma como lectora de The New Yorker”. Hoy Remnick presume de más de 20 años con buenos números. La lección para el resto del sector es incómoda pero obvia: no hay marca “de prestigio” sostenible sin una relación económica directa y exigente con sus lectores. El prestigio sin precio es nostalgia.
Lentos en digital, deliberados en identidad
Remnick reconoce sin rodeos que The New Yorker llegó tarde a lo digital. Lanzar la web exigió “pelear” dentro de Condé Nast por una inversión que se percibía casi como una excentricidad. Pero esa lentitud tuvo otra cara: tiempo para decidir qué no iban a ser. Mientras otros medios se lanzaban al ciclo de 24/7 y al “hot take”, The New Yorker defendió su metabolismo lento:
- Reportajes largos, con semanas o meses de trabajo.
- Una voz reconocible que rehúye la opinión exprés.
- Un volumen limitado de piezas, frente a la lógica de producir más para crecer en páginas vistas.
Remnick insiste en que sus lectores no quieren velocidad, sino “al New Yorker en su mejor versión”. Es una forma elegante de decir que, si vendes profundidad, no puedes jugar a Twitter con titulares largos. La comparación con The Atlantic es ilustrativa: Goldberg ha apostado por un híbrido entre revista y diario de opinión informada, con muchos artículos cortos, muy pegados al ciclo político. Remnick no lo critica, pero marca el territorio: mismo mapa, especies distintas.
IA, audio y la batalla por el oído
Uno de los momentos más reveladores de la conversación llega cuando habla de IA. No como amenaza existencial, sino como infraestructura:
- El equipo le enseña un sistema de voz sintética que lee artículos de la revista.
- No suena a robot de ciencia ficción. Suena “bastante bien” y es casi instantáneo.
- Eso permite tener versiones audio de los textos sin depender de actores de voz para todo.
Algunos lectores se quejan de la falta de “calidez humana”, pero Remnick acepta el compromiso: la prioridad es estar donde el usuario presta atención, y ahora mismo mucha lectura se ha convertido en escucha.
Su tesis de fondo es doble:
- La IA será decisiva en tareas de oficina, automatización y ciertos formatos, incluidos los medios.
- Pero no ve a la IA generando el tipo de lenguaje, estructura y originalidad que justifican pagar por The New Yorker.
Aquí hay otro mensaje para el sector: el diferencial no está en “usar” o no usar IA, sino en si tu producto tiene algo irreductible que la IA no pueda imitar de forma creíble. Si no lo tiene, estás compitiendo en una liga muy complicada.
Liberalismo humano, Biden y el espejo deformado de Trump
Remnick define abiertamente The New Yorker como una revista liberal, en el sentido norteamericano del término. “Liberalismo humano”, lo llama. Y acepta que eso tiene riesgos de ortodoxia, como cualquier sistema de creencias.
Lo más autocrítico aparece cuando habla de Biden:
- Admite que la revista no fue “lo bastante realista” al evaluar el impacto del envejecimiento y la debilidad comunicativa de Biden.
- Reconoce que el fantasma de Trump condicionó la mirada: frente a la amenaza autoritaria, era difícil no mirar a Biden con cierta benevolencia.
- Revisa también la era Obama: su radicalidad fue sobre todo simbólica (primer presidente negro), pero su gobierno fue relativamente centrista, algo que la izquierda joven no le perdona.
Aquí se cuela una tensión central para muchos medios: ¿cómo informas sobre un liderazgo frágil sin empujar, de facto, a un candidato que percibes como peligroso para las instituciones? Remnick no tiene la respuesta perfecta, pero pone el dedo en la llaga: el sesgo no siempre es ideológico; muchas veces es defensivo.
Twitter como retrete y la salud mental de las redacciones
Remnick presume de dos grandes decisiones vitales: casarse bien… y no entrar en Twitter. Dice que la red se ha convertido en “un retrete” donde uno sólo entra para sentirse peor. La confesión interesante no es esa, sino otra: de vez en cuando busca su propio nombre para ver qué se dice de él. Es decir: incluso quien se mantiene fuera siente la fuerza del tirón. En clave de cultura profesional, el mensaje es claro: si quieres preservar cierto tipo de pensamiento y de escritura, tienes que controlar tu dieta de plataformas. Y eso aplica tanto a editores de élite como a redactores precarios.
El miedo a convertirse en museo
Quizás el hilo que une toda la conversación es una preocupación que Tom Wolfe formuló en 1965: que The New Yorker se convierta en un “museo de sí mismo”. Remnick cree que el documental de Netflix roza ese riesgo, pero lo acepta como peaje de un centenario.
Para evitar el museo, su receta combina cuatro elementos:
- Modelo de negocio claro: suscripciones fuertes, publicidad como complemento.
- Identidad editorial estable: no competir en breaking news si tu valor está en la lectura lenta.
- Apertura tecnológica instrumental: adoptar IA y audio donde aportan distribución y eficiencia, sin obsesionarse con modas.
- Autocrítica política: reconocer errores de diagnóstico, sobre todo cuando el contexto (Trump, crisis democrática) deforma la mirada.
Es una hoja de ruta interesante para cualquier cabecera que aspire a llegar viva a su propio centenario. La gran pregunta es si todos los medios que hoy se miran en el espejo de The New Yorker están dispuestos a hacer el mismo movimiento que Remnick hizo hace 25 años: dejar de pensar primero en los anunciantes y empezar a pensar primero en el lector que paga.