Ricardo Duque: «El fanzine no necesita un algoritmo para existir»
Cofundador de la Fanzinoteca, Duque reivindica la autoedición como acto de pensamiento, comunidad y resistencia cultural
La historia de la Fanzinoteca empieza con unas cajas de papeles, algunos libros autoeditados y muchos fanzines que nadie sabía muy bien cómo clasificar. Hoy es un archivo vivo de publicaciones difíciles de etiquetar, pero fáciles de mirar como algo muy claro: una constelación de gestos editoriales mínimos que hablan de comunidad, política, educación y formas alternativas de contar historias.
Ricardo Duque, uno de los fundadores, lo resume desde el principio negando un tópico: «La idea de poner como una dicotomía lo digital y el papel yo pienso que es una mala manera de enfocarlo porque no creo que sea un clash». Para él, el eje no es el soporte, sino la actitud: «Hay una cosa que nosotros aquí en el proyecto de la fanzinoteca siempre tenemos en cuenta y es más la actitud a la hora de publicar más que nada».
En tiempos de saturación informativa, esa actitud empieza a resultar incómodamente actual.
Nichos, escenas y la “pulsión de la comunicación”
Antes de que existieran las redes sociales, los fanzines eran una especie de internet paralelo: canales de circulación barata, tiradas cortas y comunidades muy concretas. Duque lo recuerda así: «Tradicionalmente estas publicaciones así baratas y fotocopiables y tal eran canales muy específicos, eran nichos porque en las grandes imprentas no había interés. Pero justamente eso hacía que se generaran comunidades superconcretas».
No se trataba sólo de leer, sino de moverse, encontrarse, hablar con alguien para conseguir un ejemplar. Esa dimensión física es clave: «Estaba lo de moverse, lo de ir de un sitio a otro, de tener que hablar con alguien para comprar, que eso son cosas que cada vez se pierden más».
Sin embargo, cuando llegaron los blogs, internet y luego las redes sociales, Duque ve una continuidad: «Pasa lo mismo y sigue pasando lo mismo. Y al final, ahora, las redes sociales, aunque está a la vista de todos, sigue habiendo tanta cosa que también hay nichos de nichos de nichos».
Lo que distingue al fanzine no es sólo el canal, sino la motivación. En sus palabras, «hay una cosa que es la pulsión de la comunicación que súper interesante en estos fanzines», porque nadie se sienta a escribir, recortar, grapar y fotocopiar sin una necesidad real de poner un contenido en circulación.
Fanzines como herramienta educativa: de Freinet a los talleres de hoy
Esa pulsión se está reactivando en un terreno que quizá no asociaríamos de entrada con el mundo fanzinero: la escuela. «Nosotros ahora tenemos el mogollón de este año, de hecho cada vez más, de clases de colegios y institutos que quieren utilizar el fanzine como herramienta educativa, como sentarse a pensar», explica Duque.
La referencia histórica es directa: el método Freinet. «El profe llevaba una imprenta de tipos móviles a la clase y realmente todo se aprendía a raíz de publicar. Había que pensar». Hoy, algo de ese espíritu reaparece cuando los docentes piden a sus alumnos que piensen un tema, lo desarrollen y lo conviertan en una pequeña revista grapada.
El proceso no es decorativo ni “manualidad vintage”: «Es como un primer contacto con el mundo editorial para los estudiantes que es súper guay, ¿no? Como entender lo que implica publicar». Frente a la publicación en redes —«es otra cosa. Tiene una inmediatez diferente»—, el fanzine impone otro tiempo: el de pensar, editar, rehacer, volver a imprimir.
Definir lo indefinible: ¿qué es un fanzine hoy?
En un momento de la conversación le pido que defina qué es un fanzine para alguien que hoy tiene 18 o 20 años. Duque admite que no es fácil: «Claro, es que son muy escurridizos, abarcan muchas cosas».
La Fanzinoteca ha optado por una definición operativa, que usa como brújula para orientar el archivo: «Entendemos por fanzines en general aquellas publicaciones independientes editadas en soporte físico producidas con medios de bajo coste distribuidas de forma limitada y creadas como medio de expresión directa sin el objeto de generar beneficio económico».
Alrededor de esa definición caben desde panfletos anarquistas que traducen textos teóricos «a saco lo que puedan» hasta proyectos ultra cuidados, impresos en “12 tintas planas con plata” llegados de Japón, pasando por híbridos donde el fanzine en papel se acompaña de un archivo de audio: «Existen fanzines online que son finalmente podcasts».
El archivo crece, además, de manera deliberadamente orgánica: donaciones, hallazgos, colecciones que alguien iba a tirar. Para gestionar ese caos, la Fanzinoteca inventó los tagging days. «En esos tagging days lo que hacemos es que actuamos tres cajas de cosas por catalogar y la gente random que viene al evento (…) coge y automáticamente…», explica. Cada persona cataloga según sus intereses, en un sistema que Duque define como «muy amateur y muy dúctil», en contraste con una «archivística muy rígida».
Periodismo en papel barato
La conversación aterriza inevitablemente en el periodismo. ¿Puede el fanzine funcionar como artefacto periodístico? Duque no duda: muchos ya lo son. «El fanzine canónico de crítica musical de la espeña que estuvo en los conciertos, que se oyó los discos, que les tomó las fotos, que habló con los músicos… Todo eso es periodismo. Es exactamente eso».
Frente al modelo de medio tradicional o a la lógica de los grandes portales digitales, el fanzine opera en escala baja, tiradas pequeñas y una economía de proximidad. Eso tiene ventajas —libertad, experimentación, independencia— pero también un problema estructural que Duque no esquiva: «Uno de los problemas más grandes de la autoedición es la distribución. Está ahí. Ese es el lío».
Cuando un fanzine empieza a tener más ambición o más recorrido, chocan los sistemas oficiales: «No tienen un ISBN, no tienen código de barras que para ellos es todo un lío». Al mismo tiempo, esa tensión sirve para poner «en crisis el modelo del ISBN y del control total de lo que se publica y el depósito legal». La autoedición discute, de facto, el monopolio de legitimación de la industria editorial.
Del colapso digital al pensamiento impreso
Duque tiene una trayectoria larga con internet y redes sociales. Dice que empezó en 2008, cuando Twitter y Facebook aún eran promesas. La evolución de estos años le lleva a un diagnóstico claro: «Estamos en un punto de colapso absoluto. Estamos de colapso. Porque la inteligencia artificial cambia la relación con la información radicalmente».
La comparación entre la IA y el papel no va de eficiencia, sino de experiencia. «Yo creo que cada vez más texto del que estamos consumiendo en pantalla lo estamos consumiendo directamente en la tele artificial», afirma, contando cómo utiliza herramientas de IA para trabajos de copy corporativo o para ordenar información que luego reescribe.
Pero la conclusión va en otra dirección: «Por eso pienso que puede ser un buen momento para sacar unos textitos interesantes en papel y así. A mí me parece que funciona». El fanzine se convierte, así, en un espacio para algo que las pantallas ya no garantizan: pensamiento.
En un ecosistema en el que todo tiende a ser contenido infinito, optimizado y medible, el fanzine propone otra lógica: tiradas cortas, errores visibles, pliegues torcidos, textos que no buscan viralidad sino conversación.
Un archivo para levantar polvo
La Fanzinoteca, casi veinte años después, sigue funcionando como un proyecto de baja intensidad pero alta capacidad de contagio. «En realidad es un proyecto que puede estar como en reposo absoluto hibernando y vuelve y arranca», dice Duque. A veces da talleres, a veces recibe estudiantes, a veces alguien llega con un fanzine recién hecho y lo deja en el archivo.
Para quien quiera publicar hoy, ese espacio es, sobre todo, un detonante: una forma de ver lo que otros hicieron antes y de entender que el periodismo, la comunicación comunitaria y la autoedición comparten la misma raíz: la necesidad de contar algo a alguien concreto.
Quizá, en un momento en que la inteligencia artificial escribe buena parte de lo que leemos en pantalla, la verdadera radicalidad esté en volver a un gesto tan viejo como simple: doblar un papel, grapar, repartir y, como dice Duque, «levantar un poquito de polvo».
